
Hay momentos en la vida en los que todo parece tambalearse, en los que la estabilidad que creíamos tener se desmorona sin previo aviso. Cuando mi matrimonio terminó, una parte de mí sintió que se quedaba atrás, en un lugar donde la rutina ya no era la misma y la compañía de quienes fueron mi familia diaria se convirtió en un recuerdo intermitente.
Los sábados eran el mejor reflejo de ese cambio. Antes, cada fin de semana tenía un propósito claro: salir con mi esposa y mis dos hijos a hacer el mercado. Era una actividad sencilla, casi automática, pero que tenía un significado profundo. Era nuestra oportunidad para estar juntos, para decidir qué íbamos a preparar para la cena del domingo. A veces, mis hijos se emocionaban eligiendo burrito, hamburguesa, bowl o pizza. Eran momentos sencillos, pero llenos de vida.
Sin embargo, tras la separación, esa rutina comenzó a convertirse en una fuente de tensión. Seguíamos yendo juntos, pero ya no éramos una familia en el mismo sentido. Las conversaciones se tornaban incómodas, las miradas evitaban encontrarse demasiado tiempo y, en el fondo, todos sabíamos que algo nos hacía sentir incómodos. No era lo mismo, y cuanto más tratábamos de forzar la normalidad, más evidente se volvía nuestra fractura.
Las discusiones comenzaron a aparecer, pequeñas al principio, casi imperceptibles, pero poco a poco se fueron acumulando. Una palabra mal dicha, un tono más seco de lo habitual, un gesto de impaciencia. Cada salida al mercado se convirtió en un campo de batalla silencioso, donde la incomodidad se respiraba en el aire. Yo llegaba a casa sintiéndome agotado, no físicamente, sino emocionalmente. Cada sábado era un recordatorio de lo que ya no teníamos y de la necesidad de soltar.
Un día, después de una de esas salidas llenas de tensión, me desplomé en la silla, observando la bolsa de compras sobre la mesa, como si en ella aún quedara un rastro de la vida que ya no tenía. Me pregunté: ¿Por qué sigo haciendo esto? ¿No se supone que deberíamos aprender a no depender el uno del otro?
La respuesta llegó como un golpe: porque tenía miedo. Miedo a la soledad, miedo a perder el contacto con mis hijos, miedo a aceptar que mi vida había cambiado por completo. Me aferraba a esos sábados porque representaban un vestigio de mi antigua vida, una ilusión de normalidad. Pero en el proceso, estaba sacrificando algo aún más valioso: mi tranquilidad.
Ese día tomé una decisión firme. No volvería a hacer el mercado con mi familia. No porque no los quisiera, sino porque entendí que mi bienestar no podía estar condicionado a una situación que me hacía daño. Tampoco quería perturbar el bienestar de mi exesposa, que pese a la separación, siempre será mi deseo que ella esté bien. Después de todo, todo esto lo estamos haciendo por una simple razón: la tranquilidad de los dos.
Al principio, fue difícil. Los sábados se sintieron extraños, vacíos. Me despertaba con la sensación de que algo faltaba, como si hubiese dejado inconclusa una parte de mi día. Me costaba aceptar que, de un momento a otro, aquella costumbre había desaparecido.
La soledad se instaló en mi vida de una manera que no esperaba. No era solo la ausencia de compañía, sino la sensación de estar desconectado, sin un propósito claro. Había construido tanto de mi identidad en torno a mi rol dentro de la familia que, al perder esa dinámica, sentí que una parte de mí se desvanecía. Me sentía emocionalmente dependiente de los demás.
Durante esos días, me descubrí buscando distracciones, tratando de llenar el vacío con cualquier cosa: YouTube, redes sociales, incluso con un segundo trabajo haciendo domicilios con una aplicación. Pero nada lograba quitarme esa sensación de estar flotando en un espacio incierto.
Después de días de sentirme atrapado en una rutina sin sentido, decidí hacer algo diferente. Recordé un lugar al que había ido hace mucho tiempo: un jardín botánico no muy lejos de casa. No tenía un plan claro, solo quería estar en un sitio donde pudiera respirar.
Tomé mi carro, llevé conmigo un libro que había estado posponiendo durante un buen tiempo y me dirigí hacia el jardín sin muchas expectativas. Solo quería estar en un lugar donde no sintiera el peso de la rutina pasada, donde pudiera simplemente existir sin la carga de los recuerdos.
Al llegar, caminé sin prisa. El aire fresco y la tranquilidad del lugar me envolvieron de inmediato, a pesar del calor del verano. Sentí que, por primera vez en mucho tiempo, respiraba profundamente.
Recorrí el lugar hasta encontrar un pequeño refugio de madera con una mesa y bancos, el mismo que aparece en la foto. Había algo en su sencillez que me llamó la atención. Era el lugar perfecto para mí. En medio de la soledad.
Me senté, abrí mi libro y dejé que el mundo se desvaneciera a mi alrededor. Al principio, mi mente divagaba, acostumbrada a la constante necesidad de distracción. Pero poco a poco, me fui sumergiendo en la lectura, en la historia que tenía frente a mí. Y en ese instante, sucedió algo que no había experimentado en mucho tiempo: paz.
No había discusiones, no había tensión, no había preocupaciones innecesarias. Solo estaba yo, mi libro y uno que otro pájaro que a veces se me acercaban buscando algo en mi. Siempre me preguntaba lo mismo: ¿Qué es lo que extrañas, John?
Fue entonces cuando comprendí que la verdadera felicidad no se encuentra en lo que nos rodea, sino en lo que cultivamos dentro de nosotros. Que la independencia emocional no significa estar solo, sino aprender a disfrutar de nuestra propia compañía.
Desde aquel día, los sábados dejaron de ser un recordatorio de lo que perdí y se convirtieron en una oportunidad para reconectarme conmigo mismo. Aprendí a valorar mi tiempo, a cuidar mi tranquilidad y, sobre todo, a entender que mi felicidad no podía depender de nadie más.
Durante años, viví para mi familia, mi trabajo y mis obligaciones. Hoy, por fin, también vivo para mí.